Hombre perfecto,
el bailarín. Yo envidio sus laureles anónimos y agradezco el bienestar que
transmite con la embriaguez cantante de su persona. El bailarín comienza en sí
mismo y concluye en sí mismo, con la autonomía de una moneda o de un dado. Su
alma es paralela de su cuerpo, y cuando se flexiona, eludiendo los sórdidos
picos del mal gusto, convence de que entrara al Empíreo en caudalosas posturas
coreográficas.
Gloria Contreras |
La sordidez, resumen de nuestras desdichas, no le alcanza. Él es pulcro y
abundante. Al embestir a su pareja, se encabrita y se acicala. Sus pies van
trenzando la parsimonia y el rijo. El pecho de la paloma, jactándose de ser
estéril, rebota como la rosa de los vientos. El bailarín está endiosado en su
propia infecundidad.
Y a pesar de ello, la modestia de su arrebato excede a la de las llamas
infinitesimales que devoran, en brincos de gnomo, una esquela vergonzante.
No hay desinterés igual al suyo. Danza sobre lo utilitario con un despego
del principio y del fin. Los desvaríos de la conciencia y de la voluntad
humana, le sirven de tramoya. En medio de las pesadillas de sus prójimos, el
bailarín impulsa su corazón, como el columpio en que se sientan la Gracia y la
Fuerza.
El bailarín, corrector honorario de lo contrahecho y de lo superfluo,
esmaltará los frisos de ultratumba con sus móviles figuras de ayuntamiento y de
plegaria.
Más la chanza terrestre impide que este elogio acabe con solemnidad. Las larvas
somos incapaces de vivir en serio, porque pertenecemos al melodrama. Y mi
ditirambo, ¡oh bailarín!, es el fervor de un lego que no sabe bailar.